Sobre épica y otras cosas.

Escuché la discusión entre dos niños sobre una peli de Marvel. Quién es el más grande de los superhéroes? decían. Superman,  Ironman, acaso Hulk o El Capitán Ámerica?. Yo, debido a la inocencia perdida no logro entender su lógica, para ellos Hulk es el más grande, claro mientras más se enfurece, más grande se vuelve así que no hay discusión. Yo confieso que prefiero al Capitán, más que por su fuerza, por su capacidad de ordenar, por su  disciplina. Pero dejemos ese mundo de fantasía y vayamos a algo más épico, ocupémonos de los héroes.

Cómo catalogar a un héroe?. Cómo intentar establecer quién tiene el mérito de ser el más grande?. Acaso es posible establecer comparaciones entre quienes tienen como primer registro en su aval, el haber entregado la vida por los demás?. Accedo nada más que por un ejercicio pedagógico necesario, a navegar entre estas aguas. Para mí, un héroe no puede compararse a otro, excepto para encontrar en sus puntos en común, la sumatoria que explique sus hazañas, su legado.

De la historia de Cuba tengo a mi héroe favorito: Ignacio Agramonte y Loynaz. Martí lo definió como un diamante con alma de beso; fué de todos el más completo, no hubo mayor locura de las muchas de la guerra, que el rescate de Sanguily, 35 contra más de 120. Y era instruido como para redactar Constituciones, con una sensibilidad que hoy rayaría en lo cursi, y de un valor superlativo, tan fiero que después de muerto lo incineraron y esparcieron sus cenizas, tal era el temor que despertaba en aquellos que le disputaban los potreros del Camagüey.

Pero a pesar de todo, si tuviese que poner en una balanza y escoger a uno entre tantos de los que aquel tiempo de virtud nos ha legado, uno entre aquella pléyade, si fuese absolutamente necesario, decidir quién fué el más grande de todos los Olímpicos no dudaría, el más grande de todos se llamó José Martí Pérez.

Porque hasta su llegada, allí estaba Gómez en Dominicana con sus estrellas y su machete oxidado; Maceo en Costa Rica con sus valientes curando sus santas heridas y labrando la tierra, unos buenos cubanos dentro que soportaban en sus espaldas el látigo, y una emigración al igual que hoy, perdida entre quienes soñaban liberar a Cuba, los que suplicaban a España o imploraban a EEUU, y a los que sencillamente les venía ajeno el tema.

Y llegó Martí, no tenía la capacidad militar de Gomez, ni el arrojo de Maceo, pero tenía la instrucción y sensibilidad de Agramonte y un amor por Cuba que lo quema, que le hace levantarse como un gigante y cargar sobre sí a todos aquellos bravos, y salvarlos.

Hoy, al igual que ayer Cuba necesita de los bravos, de los exiliados, de los dormidos, de todos. Pero plantear la solución al problema de la libertad de Cuba, sin tener como principios los de aquel que nos enseñó que no hay otro camino que el de la unidad en la idea de libertad, que el de la renuncia a proyectos personalistas, a anteponer nombres, siglas, propuestas, dineros a la causa del país; no emular a quien ya nos liberó un día, es no entender nada, es pretender algo que solo alimentaría egocentrismos ruines o patriotismos vacuos.

Todos aquellos héroes nunca supieron que trascenderían, que serían catalogados como tales; imagino que este tipo de hombres ni se plantea estas cuestiones, hacen lo que tienen que hacer porque sí, por virtud, y su mayor sacrificio fue comulgar, anteponer, renunciar.

Ahí está marcado el camino a la libertad... recorrámoslo.



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